Se llamaba Botitas

A nadie le cuadraba tan bien su nombre como a él, pues su manto siamés se oscurecía en las patas, como si la penumbra trepara por ellas en su afán por transformarse en algo tan majestuoso como un gato.

Era espectacularmente bello, aunque él no lo sabía; y no porque yo no se lo hubiese dicho mil veces... Es que vivía en la calle, como tantos otros, sin los mimos de un hogar. Su cuidadora lo atendía con auténtica entrega, y a mí me encantaba visitarlo todos los días durante mis paseos en bici; cuando lo llamaba, él me contestaba con un maullidito, mientras salía presto y raudo de su escondrijo flanqueado por zarzas espinosas y enmarañadas.

Con su cabecita golpeaba suavemente mis manos, y se enredaba en mis tobillos trazando el símbolo de infinito, igual que el vínculo que creamos entre nosotros. Con cada giro, me asediaba más la duda de cómo alguien tan amoroso pudo terminar abandonado en una colonia. Además, se hacía evidente que, a pesar de su corta edad, ya encarnaba perfectamente una gran paradoja: un ser que regalaba amor por doquier inmerso en un mundo repleto de personas carentes de él, sin lograr conectarse; pues aun cruzándose una y otra vez, sus miradas jamás coincidían. Ese diminuto pero gran corazoncito era un tesoro invisible a ojos de quienes nunca supieron verlo.

Una tarde, Botitas no apareció. Su ausencia auguraba un mal presagio. Otra ciclista me lo confirmó: la implacable pluma del destino había decidido rubricar el final de su tierna existencia. Un coche oscuro dejó toda su inocencia tendida sobre un paso de peatones, ese que debería haber sido un camino seguro, no un cadalso. El despiadado conductor circulaba a toda prisa, ignorando la desesperada petición de la cuidadora de que se detuviera. Lo llevaron con urgencia al veterinario, pero no hubo remedio para el desafortunado animalito. Sus ojos se cerraron para siempre, despojando al cielo de todo su azul y dejando en mí un vacío indescriptible.

La amargura se entrelazó con la rabia, y la pérdida se convirtió en una herida lacerante que alivio imaginando que, por el impacto, su alma candorosa se desprendió allí mismo y, desde entonces, sobrevuela el puente, el camino y la parra que le brindó cobijo. Siento que hoy es murmullo de río, aroma de hiedra y tintineo de lluvia… Sé, incluso, que seguirá acudiendo a mi encuentro, aunque ya no lo llame.

La vida es frágil como el cristal. Su fragilidad me recuerda que debo valorar lo efímero, quedarme con lo que realmente importa, estrechar mis lazos con quienes dan sentido a mi andadura y vivir con la intensidad de quien asume que el mañana es incierto. Es un bien impermanente, un flujo constante en la misma dirección; por tanto, no puedo acumularla, sino experimentarla, consciente de que en cualquier momento puede acabarse.

Entretanto, anhelo ser la acuarela que coloree otras vidas. No puedo postergar alegrías, sueños o palabras, porque lo único que me pertenece es el ahora invitándome, eso sí, a soñar con la inmensidad de un horizonte por descubrir. No obstante, cuando llegue a mi destino, anhelo reencontrarme con aquellas pequeñas auras con las que conecté; recordar cada mirada cómplice, cada lágrima compartida, cada instante de conexión…

Y convertirme en aire, fuente o marisma…

...

Lourdes

Especialista en Educación Infantil, en Educación Primaria y en Pedagogía Terapéutica.

Licenciada en Filosofía y Ciencias de la Educación.

Orientadora Escolar.

Docente.

Escritora.

Columnista.

Coach de víctimas de maltrato psicológico.

Bloguera: https://lourdesjustoadan.blogspot.com/

nubeluz174@gmail.com