Con la llegada del verano, me sumerjo en un pensamiento que se ha vuelto recurrente en mí: las vacaciones. Todo el mundo intenta mostrar en sus redes sociales las aventuras más idílicas, las más lujosas, las más originales, las más lejanas, las más arriesgadas... Playas paradisíacas, comidas gourmet y hazañas exóticas como nadar entre tiburones, tirarse por una catarata o saltar desde un avión. Lo publican convencidos de que sus vacaciones son las mejores y que despertarán la envidia –o, al menos, la admiración– del mundo entero. Pero no, no siempre va a ocurrir esto.

Por supuesto que está bien viajar, desconectar, realizar actividades… Mas, en verdad, considero que la dicha no se mide en kilómetros recorridos ni en dinero invertido. No se oculta en la cumbre de una montaña ni en las profundidades oceánicas. Estoy segura de que la felicidad habita en nosotros y se alimenta de pequeñas cosas: una conversación entretenida, un paseo, un buen libro, admirar la naturaleza… Lo demás son como las “chucherías” para el alma: atraen por su colorido, proporcionan un placer momentáneo, pero en poco tiempo, se desvanece y quieres otra.

Para divertirte, recuerda que no tienes que ir a la luna. Lo que no logras encontrar en ti, es improbable que lo encuentres en cualquier otra parte. En ocasiones, todo lo que necesitas es tiempo para disfrutar de las cosas auténticas de la vida.